Han pasado casi diez años desde que, en 2005, el fallecido presidente argentino Néstor Kirchner impuso a los acreedores el primer canje sobre los bonos impagos del gobierno trasandino.
Con un tono duro, el mandatario aplicó a los inversionistas un recorte de 70% sobre el valor de la deuda, el mayor descuento de la historia, celebró en esa época Kirchner. Aquellos que no aceptaran, amenazó, no recibirían nada. Aunque en 2010 hubo otro canje, un pequeño grupo de inversionistas decidió recurrir a la vía judicial.
Hoy, cuando la presidenta Cristina Fernández, viuda de Kirchner, se apronta a terminar su gobierno, un tribunal en Nueva York exigió a Buenos Aires la cancelación de sus obligaciones.
Aunque Argentina está en condiciones de pagar, la pugna ha dejado de ser un tema económico y se ha convertido en una lucha ideológica, que amenaza empujar al país a un nuevo default. Argentina justificó el incumplimiento de sus compromisos financieros como un corte de la dependencia con organismos externos, pero imponer condiciones demasiado duras a los acreedores no es algo para celebrar como un triunfo, porque, por una u otra vía, al final siempre se paga un costo. Y alto.