A medida que decanta el debate en torno al proyecto de creación de una AFP estatal, enviado en forma paralela a que la Comisión Bravo discute propuestas de reforma al sistema previsional, han surgido nuevas dudas respecto de la racionalidad y conveniencia de avanzar en la introducción de un actor de este tipo en el sector de la administración de fondos de pensiones.
A los ya sabidos reparos sobre lo complejo que resultaría que una AFP estatal logre proveer un servicio a costos inferiores a los que hoy hay en el sector gracias a la licitación de cartera o que pueda conseguir rendimientos más altos en la gestión de activos o que tenga una incidencia siquiera relevante en materia de cobertura, se han sumado en las últimas semanas dudas operativas de no menor significación.
Cuestiones como las políticas de inversión que debe seguir una entidad de esta naturaleza cuando invierte en papeles que emite su dueño, es decir el Estado, o como la inducción a error que puede representar el que la AFP se llame AFP del Estado en términos de garantía y respaldo, o la verdadera respondabilidad patrimonial y administrativa de la misma son sólo algunas de las observaciones que siembran dudas sobre la pertinencia de una propuesta como esta, que se discute en la Cámara de Diputados.
Por cuestiones del mercado laboral, demográficas y hasta de mecánica aritmética entre flujos de entrada y salida el sistema de pensiones ha estado en la mira de muchos actores políticos. Se trata de una reacción por lo mismo entendible, pero que no tiene por qué derivar en una pretendida solución que, salvo ser un buen eslogan político, no parece tener ninguna justificación.