Un iceberg en un oasis
Cristóbal Bellolio
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Cristóbal Bellolio
"En medio de esta América Latina convulsionada", dijo hace unos días el Presidente Sebastián Piñera, "Chile es un verdadero oasis con una democracia estable". Es cierto: no vivimos la crisis económica de Argentina, la lucha de las FARC en Colombia, el estallido social de Ecuador, la fragilidad de las instituciones en Perú o el descaro generalizado de la clase política en Brasil. Nuestros indicadores objetivos en materia de la calidad de vida y desarrollo humano están entre los mejores del continente. Lo que hemos logrado, especialmente en materia de reducción de la pobreza dura, es meritorio bajo cualquier parámetro. Pero la prosperidad que revelan los números nunca ha sido garantía de paz social. Malestares originalmente localizados son capaces de expandirse en la medida que la población conecta y empatiza con la demanda.
Nuevas demandas, en tanto pueden relacionarse con la original en su estructura normativa, se suman al reclamo. Lo que parte como un hecho aislado se transforma en un proceso de descontento ciudadano generalizado. Así ha ocurrido siempre. El movimiento estudiantil de 2011 partió con un tímido rechazo a las condiciones del pase escolar. Terminó poniendo en jaque la legitimidad del lucro. En 2018, la ola feminista partió con casos puntuales de abuso mal procesados por las universidades. Terminó generando una reflexión nacional sobre la igualdad de género.
Por alguna incomprensible razón, Piñera no entendió que esta vez se estaba germinando un cuadro similar. Es fácil ser general después de la batalla, pero la verdad es la mayoría de los analistas coincidía ya el viernes en la mañana en que lo que vivía Santiago no podía ser tratado como un problema de estricto orden público, sino como un fenómeno que requería un tratamiento político. De la evasión como respuesta al alza en el pasaje del metro, habíamos pasado a un discurso que conectaba distintas alzas en el costo de la vida de los chilenos, situación que contrastaba con la percepción de privilegios de la elite económica, y se agudizaba ante la torpe insensibilidad de las intervenciones ministeriales. La teoría del Iceberg, dijeron algunos: lo del metro es la punta que se ve, pero abajo hay una plétora de situaciones que se combustionaron en un encabronamiento colectivo. Cuando el gobierno sacó la voz, el viernes por la tarde, no se dio por enterado. Sólo ofreció aplicar la ley de seguridad interior del estado contra los violentistas. En ese momento quedó sellada su suerte. El sábado en la tarde, cuando habló el propio Piñera, congelando incluso el alza en el pasaje del metro, ya era demasiado tarde. Todo Chile -y no solo los delincuentes- se plegaba a una manifestación espontánea, inorgánica, confusa pero genuina, de malestar. Todos los déficit políticos de la derecha en el poder se hicieron patentes. Haberle entregado el control de la ciudad a los militares -una decisión que pudo ser justificada en su propio mérito- revela que la política sencillamente no tuvo los medios para hacer su tarea, es decir, canalizar el conflicto. Es posible que este no sea el momento de pedir cabezas -la situación sigue delicada y hay una logística que sostener- pero es manifiesto que este gabinete político está inhabilitado para conducir el tejido de recomposición de las confianzas que urge comenzar. Si el caso Catrillanca sólo fue capaz de abollar al acorazado Chadwick, el fin de semana en que Santiago se convirtió en Ciudad Gótica lo hundió en las profundidades.
Sobre el rol de la oposición se abren muchas interrogantes. Desde el comienzo resultó algo disonante que partidos o movimientos que juegan dentro de la institucionalidad avivaran la cueca de la evasión. Visto en perspectiva, eran performances inofensivas. Pero contribuyeron a articular un relato que condicionaba el acatamiento de las normas a la percepción subjetiva de injusticia. Desde la izquierda, muchos ironizaron con la obsesión liberal por las "formas" de la protesta, como si las grandes transformaciones se hubieran conseguido siguiendo las reglas y sin costos asociados. Alguna violencia ocurriría, algo de destrucción material habría.
Pero estaba bien, en la medida que despertara al gobierno de su letargo. Narrativa peligrosa, porque la decisión sobre la legitimidad de los medios utilizados queda a discreción. La democracia es justamente un acuerdo sobre el rango de formas permisibles. Si alguien piensa que todo vale para conseguir un fin, por noble que sea, bien puede ser un justiciero social pero no es demócrata. Es evidente que el gobierno inflamó el conflicto y fue su torpeza la que agudizó las contradicciones. Pero la irresponsabilidad que manifestaron dirigentes del Frente Amplio y el Partido Comunista no pasó desapercibida para los muchos que vemos con interés la emergencia generacional de un nuevo actor en la izquierda chilena que sea capaz de gobernar.
Es cierto que el movimiento espontáneo que protagonizó este episodio no se dejaría cooptar
por sector político alguno, pero la izquierda que ayudó a darle forma discursiva también podría
haber ofrecido sus buenos oficios para destrabar el conflicto. La postal apocalíptica del
domingo en la mañana es testimonio de ese (otro) fracaso.
Ahí se acabó la política y comenzó una catarsis que osciló entre el frenesí festivo de la
transgresión colectiva y el nihilismo más anómico al cual le importa un carajo dañar al propio
pueblo. La pregunta es si acaso los demonios que se desataron sobre varias ciudades del país
son la externalidad indeseable pero inevitable de un llamado a la protesta social pacífica, y si
acaso estamos a tiempo de rescatar la causa profunda de esa protesta para su tratamiento
político, sin la amenaza de los fusiles.