Trump, Putin, Xi y la nueva era del imperio
GIDEON RACHMAN columnista jefe de asuntos exteriores del Financial Times
El momento más impactante del discurso inaugural de Donald Trump el mes pasado fue su promesa de que Estados Unidos “volverá a considerarse una nación en crecimiento, que aumenta su riqueza y expande su territorio”.
Se han desvanecido las esperanzas de que las palabras de Trump sobre expansión territorial fueran meras florituras retóricas vacías. Las referencias del Presidente a territorios extranjeros que le gustaría adquirir son demasiado frecuentes como para ignorarlas o descartarlas.
El mundo puede estar pasando da una era en la que, como dijo Tucídides: “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”.
Trump ha afirmado con seguridad que Estados Unidos “obtendrá Groenlandia” y ha prometido “recuperar” el Canal de Panamá. A menudo dice que Canadá debería convertirse en el estado número 51 de Estados Unidos. La semana pasada, incluso reclamó Gaza.
Su fascinación por adquirir territorio ha sorprendido incluso a algunos de sus partidarios, pero las ambiciones expansionistas de Trump son más fáciles de entender si se las considera como parte de una tendencia global. Los otros dos líderes mundiales a los que parece considerar auténticos pares -Vladimir Putin y Xi Jinping- también consideran la expansión territorial como un objetivo nacional clave y parte de su reivindicación personal de grandeza. Los voceros rusos suelen citar la seguridad nacional como justificación de la guerra contra Ucrania, pero el propio Putin ha vuelto obsesivamente a la idea de que Ucrania no es un país propiamente dicho, sino parte del “mundo ruso”.
Xi considera que obtener el control de Taiwán es clave para el destino nacional de China y para su propio legado histórico. En un discurso reciente, afirmó: “Taiwán es territorio sagrado de China”. Xi ha dicho que la cuestión de Taiwán ya no puede transmitirse de generación en generación. Completar la “reunificación” de China sería un logro emblemático que le permitiría reivindicar un estatus similar al de Mao Zedong, el fundador de la República Popular.
Con EEUU, Rusia y China liderados por hombres con ambiciones expansionistas, las consecuencias para el sistema internacional actual son sombrías. El mundo puede estar pasando de una era en la que los países más pequeños podían reclamar la protección del derecho internacional a otra en la que, como dijo Tucídides: “Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben”.
Un mundo así podría ser compatible con una paz precaria entre las grandes potencias, basada en esferas de influencia: EEUU se concentraría en el hemisferio occidental, Rusia en Europa del Este y China en Asia Oriental. Durante el siglo XIX, las grandes potencias incluso celebraron conferencias para repartirse el mundo, como la reunión de 1884-1885 en Berlín, que tuvo lugar en el auge de la “lucha por África”. Pero cualquier división de ese tipo sería inherentemente inestable. Las concepciones de las grandes potencias del siglo XIX acabaron por desmoronarse en las guerras mundiales del siglo XX.
El ascenso de las ideologías imperialistas también tiene implicaciones para la política interna. Los imperios suelen tener emperadores. Las políticas exteriores expansionistas de Putin y Xi van de la mano con un culto a la personalidad en el país y la represión política. Las ambiciones de Trump en el exterior se combinan con un intenso enfoque en aplastar al “enemigo interno”.
Elon Musk, que está haciendo gran parte de la destrucción, ha dicho que piensa en el destino del imperio romano todos los días y ha sugerido que EEUU podría necesitar un “Sila moderno”, un dictador romano que asesinó a cientos de sus oponentes mientras reformaba el Estado. Quedan advertidos.