PYME e insolvencia: ¿repensar el modelo concursal?
Juan Luis Goldenberg Serrano Of Counsel Baraona y Cía
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Juan Luis Goldenberg Serrano
Las consecuencias de la pandemia sobre nuestra economía han sido y serán profundas. Considerando los índices de desempleo y de decrecimiento económico, ellas afectarán transversalmente a grandes y pequeñas empresas, y a muchas familias que verán mermadas sus fuentes de ingresos. En las últimas crisis sistémicas que ha presenciado el país, las leyes de quiebra no eran adecuadas para resolver estos problemas. La actual Ley 20.720, de 2014, parece mejor preparada, pues ha previsto medidas de promoción y protección de las negociaciones conducentes a la reorganización de las empresas viables y la creación de procedimientos simplificados para la insolvencia de las personas. Sin embargo, aún se notan graves falencias.
Hoy, el tratamiento de las empresas en insolvencia sigue la lógica de un modelo único con foco en aquellas de mayor tamaño. Ello tiende a conducir a las pymes hacia procedimientos concursales complejos, desalineados con su realidad financiera, que además desdibujan el impacto de políticas públicas de apoyo. De hecho, en la Ley 20.720 la única referencia a estas empresas se encuentra en el procedimiento de liquidación, que permite la realización simplificada (venta al martillo) como forma de enajenación del activo. Nuestro ordenamiento asume que la menor complejidad de estas unidades económicas conlleva la ausencia de su protección real, lo que se extiende también a la inadecuación de los modelos de reorganización planteados.
Hasta el momento, la discusión legislativa se ha centrado en la reducción de los costos involucrados en los procedimientos concursales, verdaderas barreras de entrada (Boletín 12.025-03). Pero la cuestión es bastante más profunda y todavía no ha sido abordada. Para alinear los diversos mecanismos de fomento a la creación y estabilidad de las pymes, la norma concursal debe reconocer la realidad de sus fórmulas de financiamiento. En ello, la ley concursal falla: termina castigando el crédito otorgado por personas relacionadas, no reconoce la frecuente confusión de los activos y pasivos de la empresa con los del empresario, y expone el patrimonio familiar cuando este último ha debido concurrir como garante. Dicho en simple, no se garantiza una efectiva viabilidad de la empresa, por falta de flujos reales o por el maltrato del tipo de financiamiento al que la pyme suele acudir en tiempos de crisis, por ser más accesible.
Las estadísticas de la Superintendencia de Insolvencia y Reemprendimiento dan cuenta de un leve incremento en el número de los procedimientos de reorganización iniciados este año (15% más que los existentes en igual periodo de 2019), pero una lectura más atenta advierte que se focalizaron hacia las medianas y grandes empresas, lo que implica un mayor caudal de pasivos reorganizados. En cuanto a la fórmula concursal elegida, se muestra una preferencia por los procedimientos liquidatorios, cuyo número también crece (703 hasta mayo de 2020). Es de estos que las micro y pequeñas empresas representan el mayor porcentaje.
Lo descrito denota un problema de diseño legal, ya que la Ley 20.720 todavía utiliza el modelo de la “gran empresa” como principal paradigma. La necesidad de corregir el rumbo es urgente.