Desde 1995 Transparencia Internacional publica el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) a nivel global. Siendo la corrupción, por definición, un fenómeno mayormente oculto que se presta poco para registros objetivos y cuantitativos, el IPC se construye mediante la ponderación de una serie de encuestas a académicos, expertos y personas del mundo empresarial en cada país de la muestra.
Si bien estas percepciones no son perfectas, constituyen la mejor herramienta disponible para estimar el estado de la integridad pública en los 180 países medidos (Chile, desde hace más de tres décadas). Por lo demás, la “percepción” es un dato relevante en sí mismo, pues de ella dependen cuestiones fundamentales, como la confianza en las instituciones y la disposición empresarial a invertir. No exagera quien ligue la competitividad de la economía al fair play que prevalezca en la interacción entre el poder público y la actividad empresarial.
“Pese a que el Gobierno impulsa una estrategia nacional de integridad en varios frentes, creemos que ese esfuerzo es insuficiente para cambiar el ánimo social al respecto”.
El IPC del 2025 no trae buenas noticias para Chile. Si bien se mantiene, detrás de Uruguay, como el segundo país menos corrupto de América Latina, nuestro país aparece con un puntaje de 63, en el lugar 32 del ranking mundial. Este es el peor puntaje y posición relativa de Chile desde que se publica anualmente este Índice. Dada la metodología aplicada, las variaciones anuales son menores, por cabe suponer que la percepción “ciudadana” local podría haber caído aún más, luego de la imparable seguidilla de escándalos a la que parecemos habernos acostumbrado en los últimos meses.
La indolencia que “normalice” esta tendencia, solo puede anticipar tiempos peores. Es tiempo de reaccionar con indignación activa y productiva. Es hora de retomar de modo firme la saludable tradición chilena de abordar el problema con reformas institucionales pertinentes, apoyadas transversalmente y con sentido de urgencia.
En décadas pasadas, Chile fue capaz de hacer reformas importantes en campos claves para defender la integridad en los asuntos públicos, tales como la creación del sistema de alta dirección pública, la regulación del financiamiento de la política, la creación de ChileCompra, la ley de Transparencia y el aumento de penas para la corrupción pública y delitos de “cuello y corbata”, entre otros.
Con todo, la tarea se revela incompleta y pese a que el Gobierno impulsa una estrategia nacional de integridad en varios frentes, creemos que ese esfuerzo es insuficiente para cambiar el ánimo social al respecto. Debemos ir por más. La Ley de Transparencia requiere ajustes que la pongan a tono con las nuevas tecnologías, el sistema de nombramientos actuales, particularmente el del poder judicial, ha mostrado ser vulnerable al tráfico de influencias y a la selección de personas dóciles y serviles a la voluntad de quien los designa. El sistema de control interno de los gobiernos regionales y municipales es débil e ineficaz para prevenir las malas prácticas de ciertos alcaldes y gobernadores con más poder que escrúpulos y la legislación que busca reforzar la materia no avanza en el Congreso, al igual que aquella que busca revelar los beneficiarios finales de las empresas.
La lucha contra la corrupción debe ser permanente. El costo de la pasividad se puede pagar caro. Que sirva el peor resultado histórico de Chile para forzarnos a hacer la pega, en serio, a fondo y ahora.