No escuchen a los mojigatos: la obscenidad puede ser edificante
Lucy Kellaway
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Lucy Kellaway
Hace unas semanas di una charla TEDx organizada por la Escuela de Negocios de Londres. Pensé que no había salido muy bien, ya que todos los preparativos y ensayos que exige una charla TED tuvieron el efecto de convertirme en una versión rebuscada y cursi de mí misma. Al salir del escenario, un emocionado estudiante de MBA se acercó a mí. “¡Eso fue increíble!”, exclamó. Yo objeté, pero él continuó: “¡No pude creer que dijiste eso!”.
Esto me pareció un poco confuso, dado que había pasado los últimos 18 minutos dando una charla muy convencional sobre la razón por la que estaba dejando el periodismo para convertirme en una maestra de matemáticas. Entonces me explicó: “¡Dijiste la palabra ‘bullshit’! ¡En una charla TED!” Nos miramos con asombro mutuo. Él estaba sorprendido por el uso de la palabra. Yo estaba sorprendida por su sorpresa.
Para mí ‘bullshit’ no es una grosería: es uno de los bloques básicos de mi arsenal lingüístico. Es el tema sobre el que he escrito durante décadas. Yo utilizo esa palabra porque no hay otra que funcione de la misma manera. Supongo que podría decir ‘es una tontería’ o ‘qué disparate’, pero entonces sería un eufemismo. Y los eufemismos casi siempre son ‘bullshit’.
Sin embargo, recientemente he notado que está sucediendo algo extraño. El mundo corporativo -a pesar de que está produciendo más ‘bullshit’ que nunca- se ha vuelto cada vez más recatado con respecto a la palabra misma. Cuando escribí una columna sobre cómo reconocer el ‘bullshit’, un lector comentó: “Yo me opongo al uso de la palabra BS (escrita con todas sus letras) en un periódico, especialmente uno tan prestigioso como el FT. Estos puntos pueden ser igualmente convincentes sin recurrir al uso de lenguaje escatológico”. Un número sorprendente de lectores del Financial Times recomendaron este mensaje.
Sucedió lo mismo cuando Travis Kalanick hundió aún más su reputación cuando lo filmaron gritándole a un conductor de Uber. Todos los titulares describieron su uso de lenguaje grosero. Dijo la temible palabra ‘bullshit’ al menos tres veces, pero su verdadera ofensa fue que se rehusó a escuchar los problemas económicos del conductor, prefiriendo, en vez, gritar y señalarlo de una forma completamente odiosa.
Mi historia preferida sobre esta actitud mojigata con respecto al uso de malas palabras viene de Goldman Sachs. Durante la crisis financiera un correo electrónico interno filtrado describió uno de sus bonos hipotecarios como un “negocio de mierda”. ¿La respuesta del banco? Una política anti groserías, diseñada para proteger a los empleados de cualquier tipo de lenguaje que pudiera ofenderlos.
Conforme las compañías se vuelven más moralistas, hay cada vez más evidencia de que usar malas palabras en el trabajo es una práctica recomendable. Acabo de recibir una copia anticipada del libro ‘Swearing is Good for You: the Amazing Science of Bad Language’ (Decir groserías es bueno para la salud: La ciencia del lenguaje soez) de Emma Byrne. El libro es un impresionante catálogo de investigaciones que demuestra cómo usar groserías nos ayuda a manejar el dolor y establecer vínculos con los demás. También muestra que es una señal de inteligencia y que nos ayuda a confiar el uno en el otro.
Es un libro glorioso y edificante, pero en mi opinión no llega al meollo del asunto. Mi propia investigación muestra que usar malas palabras te puede ayudar a tener más éxito ya que te permite presentar mejor tus argumentos y así conseguir el resultado que estás buscando. Acabo de buscar la palabra ‘fuck’ entre los 41 mil correos electrónicos en mi buzón de entrada del FT y obtuve 146 instancias. La mayoría de estos correos electrónicos habían sido escritos por amigos y colegas, pero los pocos que fueron escritos por extraños usaron las palabrotas con mucho éxito. Un hombre me escribió para solicitar mi ayuda con un mensaje que comenzó: “¡Tus podcasts son cojonudos!” (‘fucking fantastic’, en inglés). El uso de la palabra me llamó la atención y me convenció que el impactante elogio era sincero y por lo tanto le hice el favor.
En caso de que algunos de mis lectores tengan sensibilidades más delicadas, quisiera concluir con una clara afirmación. El contexto es esencial. Decir palabrotas sólo es recomendable para personas amables que saben comunicarse. El lenguaje soez nunca debiera ser utilizado por personas odiosas o enojadas.
Entre los mensajes en mi colección se encontraba uno escrito por un hombre que no estaba de acuerdo con algo que yo había escrito. Su mensaje lleno de obscenidades merecía ser borrado sin antes leerlo, pero lo guardé como evidencia de que escribir groserías puede ser hiriente, especialmente cuando las palabrotas son usadas con ese propósito.