La revancha de la política
Juan Ignacio Brito Profesor Facultad de Comunicación e Investigador del Centro Signos de la U. de los Andes
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Juan ignacio Brito
En 1909, sir Norman Angell publicó La gran ilusión, un libro que despertó enorme interés por su atrevida tesis: la interdependencia económica alcanzada por las grandes potencias hacía muy improbable que volviera a desencadenarse una guerra en Europa. El continente vivía entonces el apogeo de lo que hoy se conoce como “la primera globalización”, y Angell veía en ella la oportunidad de descartar para siempre el conflicto bélico. Escribió que la idea de que alguien pudiera obtener beneficios del predominio militar pertenecía “a un estado de desarrollo que ya hemos superado”.
La porfiada realidad desmintió al británico. En 1914 estalló la Gran Guerra, que mató a 10 millones de personas en cuatro años de enfrentamiento.
El grueso error de Angell fue producto de una tendencia que hoy pierde fuerza, pero continúa siendo muy influyente: la pretensión liberal de que economía y política avanzan por carriles separados. Se trata, por supuesto, de un diagnóstico que se basa más en el deseo que en la observación atenta de la realidad, pero que de todas formas condicionó en una medida importante la política exterior (también la interna) de numerosos países en las últimas décadas.
Quizás el mejor ejemplo reciente sea la forma en que se han desarrollado las relaciones entre China y Estados Unidos. La noción de que no hay que politizar los vínculos económicos entre ambas potencias quedó consagrada en 1994. Ese año, el Presidente Bill Clinton decidió desacoplar el otorgamiento a China del estatus comercial de Nación Más Favorecida del respeto a los derechos humanos en ese país. Con el recuerdo todavía fresco de la masacre de Tiananmen de 1989, el mandatario demócrata se convenció de que una cosa era el respeto a las garantías fundamentales, y otra distinta el comercio bilateral y las oportunidades de inversión en la emergente China. Clinton calculaba que las reformas promercado y la creciente inserción china en la economía globalizada generarían espacios de libertad y prosperidad para los ciudadanos de ese país. Al mismo tiempo, una China integrada al mundo por medio del intercambio económico la haría una potencia amistosa y tratable, alejando la posibilidad de un conflicto. Era, se creía, un win-win.
Con menos dramatismo que en 1914, pero con la misma lógica, los hechos han vuelto a demostrar lo erróneo de esta prescripción. Porque, en lugar de provocar un acercamiento y hacer imposible el conflicto, la intensa interdependencia económica entre China y Estados Unidos se ha convertido en un aspecto central de la rivalidad entre ambas superpotencias. Los vínculos comerciales y las inversiones soy hoy un punto de contención entre ellas. La política ha vuelto por sus fueros, en la medida que la economía no pudo cumplir la promesa pacificadora que tan frecuentemente se escuchó a partir de la década de los 90.
Lo que ocurre con Hong Kong constituye la mejor muestra de que ahora, en cambio, manda la política. China parece dispuesta a sacrificar un centro financiero de nivel mundial con tal de reafirmar su soberanía y control político sobre el enclave. Las palabras pronunciadas el miércoles por el secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo, reflejan con claridad cómo son las cosas hoy: “Si bien EE UU alguna vez esperó que un Hong Kong libre y próspero proporcionara un modelo para la China autoritaria, ahora está claro que es China la que está modelando Hong Kong a su imagen”.
La política se ha tomado una revancha y ha vencido a la economía. Es que la realidad siempre termina imponiéndose al voluntarismo.