La Iglesia: del dolor a la esperanza
La herida al interior de la Iglesia es inmensa. Frente a los hechos conocidos los católicos están muy decepcionados. No pocos experimentan verdaderas crisis de fe. Otros han ido perdiendo la esperanza. Obvio: es gravísimo que un sacerdote abuse de un menor.
La herida al interior de la Iglesia es inmensa. Frente a los hechos conocidos los católicos están muy decepcionados. No pocos experimentan verdaderas crisis de fe. Otros han ido perdiendo la esperanza. Obvio: es gravísimo que un sacerdote abuse de un menor.
Aparecen preguntas que corroen el alma. ¿En quién podremos confiar? ¿Será cierto que la Iglesia es de Jesucristo? ¿Hemos de creer en la palabra de los pastores? ¿Tuvo sentido haber creído en la Iglesia? Son preguntas muy presentes.
Necesitamos humildad para reconocer nuestros errores y equivocaciones en nuestro actuar. Y decisión para evitar que esto vuelva a ocurrir, tratando de reparar la dignidad ofendida de hermanos nuestros. Necesitamos fortalecer nuestra fe y un impulso hacia Jesucristo: nuestra esperanza.
Cómo quisiera que todos los católicos fuéramos verdaderos discípulos de Jesucristo. Cómo quisiera que no hubiesen habido abusos, y menos de parte de quienes tienen la misión de dar a conocer a Cristo, quien enseñó que quien recibe a un pequeño en su nombre a El lo recibe y advirtió severamente que el que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar (Mt. 18,5).
La realidad es otra y nos golpea. Pregunto lo siguiente: ¿ha de extrañarnos que en medio de 1.200 millones de católicos, 5.000 obispos, 400 mil sacerdotes, 650 mil religiosas, 120 mil seminaristas, haya algunos que en razón de su humana debilidad, condición de pecador o de alguna patología hagan daño? No nos debe extrañar! Un discípulo traicionó al Señor. Y la Iglesia quedó cimentada en quien lo negó tres veces. Lleva 2.000 años.
Cada vez que hay un abuso aparece la Cruz de Cristo. De igual manera se manifiesta la resurrección del Señor cada vez que un matrimonio se declara amor, que despunta una nueva vida, que alguien visita a un preso o a un enfermo, que rezamos; que florece la vida y aparece una sonrisa; que hay solidaridad; que un joven ingresa al Seminario.
Sí, hoy, cada vez que despunta el día, Dios nos asombrando con su presencia y su amor.
La desazón que experimentamos se debe a que nos olvidamos de la grandeza de Dios y la sustituimos por la pequeñez de hombres a quienes endiosamos. Endiosar a los sacerdotes siempre lo daña a él y a la comunidad.
Hechos tan graves piden volver la mirada a Dios porque llevamos un tesoro en vasijas de barro. La Iglesia la construye Jesús para que así nadie se gloríe de su propia obra. Hoy resuenan con fuerza las palabras de Pedro: “Señor, ¿dónde iremos si sólo tú tienes palabras de vida eterna y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios?” (Jn. 6,68).
Sin Jesús nada podemos hacer. Es hora de poner la confianza en Él, de mirarlo a Él, porque si los hombres nos decepcionan, Dios no nos va abandonar aunque la barca de Pedro se mueva por los pecados de los hombres y tengamos la sensación de que está dormido en la proa.
La Iglesia está edificada sobre roca. No es obra humana, no es fruto de estrategias políticas ni de marketing, sino obra de Dios.
Con San Pablo (Rom. 8,35) repetimos que nada nos va a separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Ahí radica nuestra esperanza, nuestra fortaleza, nuestra alegría y nuestro futuro y el interés irrenunciable a la verdad, a la justicia respecto de quienes fueron dañados y la voluntad de pedir perdón con humildad por el mal causado, así como darlo y recomenzar de nuevo.
Las personas intuyen el valor del sacerdocio y nos conocen en la vida real. He visto a muchos que con su mirada y apoyo nos dicen: Perseveren, ¿quién rezará por nosotros? ¿quién nos consolará en el momento de la aflicción? ¿quién nos perdonará en nombre del mismo Dios? ¿quién nos recordará que cada hijo es una bendición en medio de 50 millones de abortos al año en el mundo? ¿quién nos bendecirá? ¿quién nos hablará del amor de Dios?¿quién le dará sepultura a nuestros difuntos y nos dirá que resucitarán? ¿quién nos ayudará a encontrarle sentido a la vida a la luz de Cristo, que es el camino, la verdad y la vida? ¿quién nos ayudará a educar a nuestros hijos? ¿qué haríamos los domingos sin la Misa? ¿quién nos recordará que los pobres no pueden espera ¿quién visitará a los presos, enfermos y afligidos? ¿quién nos dirá que la sencillez de vida es un valor?
Repetimos: no hay espacio en el sacerdocio para los que dañan a los jóvenes y quien lo haga tendrá que responder. Es un crimen horrendo y el daño que produce es inmenso.
Se comentaba en una radio que el caso del presbítero Fernando Karadima estaba “entretenido”. Es cruel encontrar “entretenido” el drama de las personas abusadas y de sus familias y que merecen todo nuestro respeto y apoyo, así como el drama de una persona que ha sido declarado culpable y sancionado por el Vaticano. Con las heridas de una comunidad no se juega. Son motivo de oración y de trabajar para que nunca más ocurran estos hechos. Es fundamental conocer la verdad, hacer justicia y abrirse al perdón, la misericordia y la reconciliación. No es lícito convertir en leña el árbol caído.
Es la hora de trabajar con más intensidad para que la viña del Señor sea el lugar dónde resplandezca el amor de Cristo y su Santidad. Ello se vive en nuestros colegios y parroquias y no me equivoco cuando afirmo que no hay lugares más seguros que éstos para los jóvenes. No los hay.