Pantomima electoral
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El recrudecimiento de la represión en contra de los opositores al Gobierno venezolano, en especial María Corina Machado y sus colaboradores, parece la antesala del amañado proceso electoral programado para fines de julio. Así, aunque la reelección de Nicolás Maduro en 2018 fue desconocida por muchos países -entre ellos Chile, como parte del Grupo de Lima y miembro de la OEA-, el sucesor de Hugo Chávez se encamina hacia un tercer mandato de cinco años en unos comicios que replican y agravan los vicios del proceso anterior.
Las elecciones se vacían de sentido si no cumplen condiciones que las hagan realmente abiertas, transparentes y competitivas.
No es casual que las tácticas de Caracas para asegurar la permanencia del chavismo en el poder sigan en numerosos aspectos el mismo guion de otros regímenes autoritarios (Rusia) o incluso algunas democracias crecientemente iliberales (India): amedrentamiento y acoso judicial, encarcelación, proscripción de partidos, inhabilitación de candidatos y otros. Llegando, por cierto, a la agresión física, la tortura y el asesinato de opositores, como ha confirmado la ONU. Esto, además de manipulación de registros y distritos electorales, control de los medios de comunicación, uso de recursos fiscales y otros mecanismos que garantizan opacidad y falta de competencia.
Con pocas excepciones, sin embargo, incluso las autocracias hacen grandes esfuerzos y gastos para organizar el ritual (pseudo)democrático de concurrir a las urnas periódicamente, pues valoran el barniz de dudosa legitimidad que les confiere una mayoría de votos, por espuria que sea.
Esto debiese mover a las democracias y a sus ciudadanos a una doble reflexión, cada vez más urgente. La primera es un crucial recordatorio de que la democracia es mucho más que celebrar elecciones (en Venezuela ha habido decenas en la era chavista) y respetar su resultado: es una praxis política y ética permanente, no un ritual episódico.
La segunda es que las mismas elecciones se vacían por completo de sentido al no cumplir estrictas condiciones que las hagan realmente abiertas, transparentes y competitivas. Cuando eso no ocurre, llamarlas “elecciones” juega a favor de los dictadores y autócratas (o populistas) que las patrocinan. Conviene, entonces, si la democracia es lo que realmente importa, calificarlas como lo que son: una pantomima electoral.