Editorial

50 años: un aniversario que decepciona

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El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, cuyos 50 años se conmemoran hoy, fue sin duda un hito clave para la historia de América Latina en la segunda mitad del siglo XX.

Lo fue para Chile, cuya larga y mayormente pacífica historia republicana marcaba una nítida excepción en el contexto regional, donde las asonadas militares y los regímenes autoritarios habían sido parte de la vida política en la mayor parte de los países desde la independencia de la España colonial.

Se echa en falta un esfuerzo sincero de objetividad histórica que nos ayude a comprender mejor -más allá de legítimas diferencias- lo que tal vez sea el hito más traumático de nuestra historia republicana.

El Gobierno -con sus errores, omisiones y contradicciones- ha sido un gran responsable de que este aniversario sea más motivo de división en torno al pasado, que de encuentro nacional en torno al presente y el futuro.

Y lo fue también a nivel mundial, en un contexto internacional marcado por la Guerra Fría donde la vía pacífica al socialismo que propugnaba la Unidad Popular chilena era vista como un experimento político novedoso, dado que la experiencia de otros países que habían intentado ese tránsito había sido invariablemente violenta, y dada también la tradición de dictaduras militares de corte antimarxista en la región.

Abiertamente inspirado en el modelo de la Cuba castrista, el gobierno de Salvador Allende buscó instaurar en Chile -pese a ser un proyecto político con minoría electoral y política- una revolución socialista que, desde sus inicios, chocó con las tradiciones y los deseos de una mayoría de chilenos. Haciendo uso de resquicios legales y extremando el mandato que a duras penas le habían dado las urnas, el gobierno de “mil días” de la UP sumió al país en el caos social, la penuria económica y la inestabilidad política.

Al punto de que, en agosto de 1973, apenas semanas antes del golpe militar, la Cámara de Diputados aprobó una resolución denunciando el “grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República” y solicitando “poner inmediato término a todas las situaciones de hecho referidas, que infringen la Constitución y las leyes”, en la práctica, avalando una salida de facto.

Recordar lo anterior no significa, en modo alguno, justificar el golpe militar ni mucho menos las graves y numerosas violaciones a los derechos humanos que siguieron al 11-S de 1973. Sí significa, en cambio, recordar el contexto histórico en que ocurrieron los hechos, porque sólo así es posible aproximarse a una comprensión más cabal de los mismos. El quiebre de la democracia chilena hace 50 años no obedeció a un súbito brote de malevolencia antidemocrática, sino a un contexto más amplio enmarcado en un proceso político de más larga data, en Chile y en el mundo.

Justamente eso, a 50 años del golpe militar, es lo que se echa en falta en el aniversario que se conmemora hoy. Un esfuerzo sincero de objetividad histórica y honestidad intelectual que nos ayude a comprender mejor -más allá de legítimas diferencias de opinión y de dolorosas experiencias personales- lo que tal vez sea el hito más traumático de nuestra historia republicana.

Se echa en falta en el aniversario que se conmemora hoy un esfuerzo sincero de objetividad histórica y honestidad intelectual que nos ayude a comprender mejor -más allá de legítimas diferencias- lo que tal vez sea el hito más traumático de nuestra historia republicana.

17 años

Dicho esto, los actores políticos y sociales que dieron la bienvenida al término de la UP no esperaban -ni dieron inicialmente su apoyo- a un régimen militar que instaurara una dictadura, con cierre del Congreso y proscripción de los partidos políticos, durante casi dos décadas. Tampoco a uno que hiciera de la persecución y la represión violenta una política de Estado, y que a la postre conllevaría el exilio, la cárcel, la tortura y la muerte para miles de ciudadanos.

Ese lamentable legado de la dictadura es hoy parte del registro histórico, precisamente porque la sociedad chilena, desde el mismo momento en que recuperó la democracia en 1990, se embarcó en un denodado y valiente esfuerzo para sacar a la luz los crímenes y vejaciones de esos años. Ese esfuerzo no sólo buscaba dar una medida de reparación a las víctimas a través de reconocer públicamente lo que habían vivido, sino también llevar ante la justicia a los culpables, incluso en un contexto en que los militares aún conservaban cuotas relevantes de influencia y poder.

Con la perspectiva del tiempo hoy podemos decir que esa búsqueda de justicia fue imperfecta e incompleta, pero de ningún modo puede sostenerse que Chile consagró un régimen de impunidad y olvido tras el trauma de la dictadura.

Paradojalmente, sin embargo, y a diferencia de la casi totalidad de las autocracias militares en América Latina, la dictadura chilena impulsó transformaciones económicas que sentaron las bases para el crecimiento y la prosperidad del país en décadas subsiguientes. Reconocerlo tampoco implica relativizar, minimizar ni avalar los crímenes cometidos en esos años, sino hacerse cargo de que comprender la historia es a menudo más complejo y doloroso que simplemente describirla como un maniqueo enfrentamiento entre “buenos” y “malos”.

En estas últimas semanas, los podcasts de Diario Financiero sobre los últimos 50 años han buscado, justamente, hacer un aporte a esa reflexión. Porque han sido muchos los cambios positivos que, para bien o para mal, nuestro país ha vivido en el pasado medio siglo -durante 17 años de dictadura y luego 33 años de democracia-, y por eso es útil ponerlos en perspectiva.

50 años

Este 50° aniversario del golpe encuentra al país en un momento especialmente complejo, en medio de desafíos económicos y políticos que será clave superar para que Chile retome la senda del progreso y el crecimiento en las próximas décadas.

Por desgracia, el ambiente político que ha prevalecido en los últimos meses -antes que promover la reflexión histórica y el encuentro republicano que amerita un hecho histórico tan emblemático como el golpe de Estado de 1973- ha mostrado dos tendencias, ambas igualmente perniciosas.

El Gobierno -con sus errores, omisiones y contradicciones- ha sido un gran responsable (si bien no el único) de que este aniversario sea más motivo de división en torno al pasado, que de encuentro nacional en torno al presente y el futuro.

Por un lado, cierta idealización de la UP desprovista de toda reflexión histórica o aproximación crítica a lo que fueron sus tres años de gobierno, obviando el contexto que dio pie al golpe militar. Un ejemplo tan claro como preocupante fue la salida del encargado oficial de la conmemoración de los 50 años, únicamente porque esbozó la conveniencia de una reflexión honesta y desprejuiciada sobre el período de la UP, con sus luces y sombras.

Por otro, cierto intento de traer al presente los conflictos y diferencias políticas de esa época, como si los desafíos del Chile de hoy tuvieran punto de comparación con los de hace 50 años, o pudieran interpretarse bajo esa luz.

Las encuestas de opinión dan cuenta de una apatía ciudadana que contrasta con la polarización de la clase política. Los puntos anteriores delatan una voluntad de instrumentalizar políticamente el debate sobre el golpe y los 50 años, antes que de promover la reflexión histórica que esos hechos ameritan.

El Gobierno -con sus errores, omisiones y contradicciones- ha sido un gran responsable (si bien no el único) de que este aniversario sea más motivo de división en torno al pasado, que de encuentro nacional en torno al presente y el futuro. Compete a los chilenos hacerse cargo del peso de su historia. Y de sus lecciones.

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