Fernando Barros
No son pocos los dirigentes, autoridades y comentaristas que han destacado el que con la aprobación de la reforma tributaria y su consagración como ley se terminó la incertidumbre, pretendiendo asimilar la clarificación de diversas incógnitas a la necesaria certeza requerida para que existan o se recuperen las confianzas y los emprendedores retomen sus labores de creación de empleos y producción de bienes y servicios, y la inversión en nuevos proyectos.
Por qué una reforma tributaria podría generar inquietudes en el mundo económico cuando ella estaba asociada a un programa de campaña del conglomerado triunfante por una amplia mayoría en una elección democrática y esa coalición victoriosa, salvo por incorporar ahora a uno de los partidos más extremos pero también de los más pequeños del espectro político, comprende a los mismos grupos políticos que integraban la Concertación, la más exitosa alianza de centro-izquierda de nuestra historia republicana.
La incertidumbre e incluso temor no pudo ser sorpresa y algo no deseado frente a un proyecto técnicamente deficiente, generado al interior de cuatro paredes, con un discurso odioso e ideologizado y con una prepotente y sectaria exclusión en su génesis del mundo político y de la comunidad empresarial a la que iba dirigido.
Resulta ingenuo pensar que después de haber querido justificar ese proyecto estigmatizando al mundo empresarial como los abusadores, tramposos y dedicados a pagar el supermercado con el FUT, podía pasarse a llamar a la colaboración público-privada como si nada.
La ausencia de diálogo y el discurso odioso basado en el antagonismo, no sólo desconociendo el rol de la actividad empresarial en el desarrollo de nuestro país, si no que culpándolo de sus males, se sumó a la precipitada aprobación del proyecto por la Cámara de Diputados sin la más mínima comprensión del mismo y en una vergonzosa renuncia a cumplir el rol básico del poder legislativo en la generación de las leyes. A pesar de las piruetas lingüísticas de algunos diputados no fue mejor lo actuado cuando semanas después aprueban sin un solo cambio el mismo proyecto completamente rehecho por la cámara alta.
En definitiva, se ha promulgado una ley que prácticamente duplica la carga impositiva de la actividad empresarial, establece un régimen que restringirá gravemente la capacidad de inversión de las empresas, consagra una hegemonía sin contrapeso real de la autoridad fiscalizadora en desmedro de los exiguos derechos de los contribuyentes y un régimen de tributación permanente cuya complejidad y deficiente regulación requerirán de enorme dedicación de tiempo y costosas asesorías.
La primera gran reforma del gobierno ha sido traumática para la sociedad toda, ha llevado a la Presidenta a un enorme deterioro de su aprobación y apoyo, y ha instalado un creciente temor y desconfianza en el mundo empresarial respecto del futuro y, más grave aún, de la estabilidad de las reglas del juego y del cumplimiento de su rol por parte de las instituciones.
El que se trate de un mal menor, que pudo ser peor, el que ya sabemos a qué atenernos, no quita el dejo amargo de la aplanadora y la descalificación, ni despeja la inseguridad de lo que puede venir en otros ámbitos. Se necesita más que voluntarismo para superar las secuelas del estreno del equipo gobernante.