Debemos evitar que la IA caiga en la trampa climática
Pilita Clark
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Pilita Clark
Es un fenómeno desencadenado por los humanos que pudiera transformar la vida tal y como la conocemos. Las alarmantes advertencias de los expertos han despertado la preocupación de la opinión pública. Las juntas directivas se esfuerzan por comprenderlo. Los jóvenes temen que arruine su futuro. Los gobiernos están creando normas para controlarlo.
Sí, se trata del fenómeno de la inteligencia artificial (IA) avanzada. Pero también describe otra amenaza más familiar: el cambio climático.
Este año, conforme los vertiginosos avances de la tecnología de la IA provocan llamados por una regulación coordinada a nivel mundial, algunos expertos creen que deberíamos seguir el ejemplo internacional en la lucha contra el cambio climático. Y tienen razón en hacerlo, hasta cierto punto. Ambos problemas son intrínsecamente globales, por lo que un mosaico de controles nacionales no funcionará.
“Bien utilizada, la inteligencia artificial pudiera transformar nuestra gestión del cáncer, de la pobreza e incluso del propio cambio climático”.
Pero las generaciones futuras no nos agradecerán que se repitan los problemas que han plagado los intentos de controlar el cambio climático durante las últimas tres décadas, sobre todo teniendo en cuenta los enormes beneficios que promete la IA. Bien utilizada, la inteligencia artificial pudiera transformar nuestra gestión del cáncer, de la pobreza e incluso del propio cambio climático.
El calentamiento global, en cambio, tiene pocas ventajas. Un mundo más cálido puede hacer que las explotaciones agrícolas sean más fructíferas y que el frío extremo sea menos arriesgado en algunos lugares. Pero informes científicos autorizados del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) de la ONU claramente establecen que, simplemente para la salud humana, hay muy pocos ejemplos de resultados beneficiosos del cambio climático a cualquier escala.
Pocos cuestionan las conclusiones de estos informes, pero imaginemos lo difícil que sería coordinar los esfuerzos para reducir las emisiones de carbono si no existiera ese consenso científico. Los expertos en inteligencia artificial no necesitan imaginárselo. Ellos están profundamente divididos, política y tecnológicamente, en relación con cuánto daño se le pudiera causar a quién y cuándo, y cuánto ya existe.
Así que es comprensible el interés por ver si el modelo del IPCC pudiera funcionar para la IA. “Se trata de una cuestión muy activa entre los legisladores en este momento”, me dice el profesor Robert Trager, del Centro para la Gobernanza de la IA.
Esto tiene sentido, aunque teniendo en cuenta la vertiginosa velocidad de los avances de la IA, un Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Inteligencia Artificial tendría que ser mucho más ágil que su predecesor climático, el cual normalmente ha tardado unos seis años en publicar sus gigantescos informes. Además, el IPCC forma parte de un marco climático mundial más amplio que ofrece muchas lecciones sobre lo que no se debe hacer con la inteligencia artificial.
El panel se creó en 1988, un año de decisivos sucesos climáticos que reflejan muchos de los que estamos viendo en el caso de la IA en 2023. En ambos años, respetados expertos han emitido alarmantes advertencias. En 1988, James Hansen, un científico de la NASA, declaró ante el Senado estadounidense que “el efecto invernadero se ha detectado y está cambiando nuestro clima ahora”. Ésta no fue la primera voz de alarma oficial sobre el calentamiento global, pero ocupó titulares de primera plana e impulsó los esfuerzos tempranos para abordar las emisiones de carbono.
Algo similar ha ocurrido en 2023, cuando Elon Musk, el cofundador de Apple Steve Wozniak y, más recientemente, el “padrino” de la IA Geoffrey Hinton, han advertido de los riesgos que la tecnología plantea para la humanidad.
Sólo este mes, el G7 ha exigido nuevos estándares para que la IA siga siendo “confiable”, mientras que la Casa Blanca, el Senado estadounidense y el primer ministro del Reino Unido se han reunido con altos directivos en el campo de la IA para discutir su polémica tecnología. Entretanto, la Unión Europea está ultimando una innovadora Ley de IA destinada a hacer los sistemas más seguros y transparentes.
Sin embargo, cada vez hay más consenso sobre la necesidad de una colaboración internacional en materia de IA. A algunos les gusta el modelo del Organismo Internacional de Energía Atómica. Otros prefieren el ejemplo menos intrusivo de la Organización de Aviación Civil Internacional. Se trata de una agencia de la ONU, la cual también alberga la secretaría del clima que surgió después de que los líderes mundiales respaldaron un tratado internacional para combatir el cambio climático en 1992.
Las reuniones anuales de la “Conferencia de las Partes” (COP, por sus siglas en inglés) del tratado llevaron a establecer objetivos climáticos más detallados en el Protocolo de Kioto de 1997 y en el Acuerdo de París de 2015. Sin embargo, en la actualidad, las emisiones se mantienen en niveles récord. Las razones de esto son complejas y múltiples, pero no ha ayudado el hecho de que las COP sobre el clima le hayan dado un nuevo significado a la palabra “glacial”.
Eso se debe, en parte, a que las decisiones de la COP en efecto requieren el consenso de casi 200 países, una fórmula que garantiza un progreso irremediablemente lento y otros problemas. En 2018, funcionarios de la administración Trump ayudaron a bloquear una reunión de la COP para que no adoptara las conclusiones de un informe del IPCC encargado en una reunión anterior.
Las COP sobre el clima sirven para una serie de propósitos útiles. Estaríamos mucho peor sin ellas. Pero también muestran lo que debe evitarse mientras buscamos formas de garantizar que la IA trabaje para nosotros, y no al revés.