Educación: los árboles no dejan ver el bosque
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Andrés Sanfuentes
Lo ocurrido con el sistema de Acreditación de la Educación Superior ha concentrado la atención de la opinión pública, tanto como durante 2011 fueron las movilizaciones estudiantiles y anteriormente los “Pingüinos” en el gobierno de Bachelet.
En todos los casos las reacciones gubernamentales han sido básicamente reactivas, como modificar el régimen de créditos estudiantiles y ahora anunciar el envío de un proyecto de ley que corrija las anomalías del proceso de acreditación. Incluso el ministro Beyer manifestó que “Nosotros estábamos descontentos con el sistema de acreditación, un poco por intuición, pero nunca pensamos que las situaciones que hoy conocemos estaban existiendo. No teníamos ninguna sospecha en ese momento” (La luna era mi tierra).
Sin embargo, ya se cumplen 32 años de vigencia de la legislación que rige la Educación Superior y las readecuaciones que se han efectuado han sido menores, como reacciones a insuficiencias ostensibles, pero que no lo han logrado mantener en pie. La crisis es cada vez más evidente y se necesita una reforma profunda.
En las bases actuales hay elementos que se deben rediscutir:
a) El objetivo central en 1981 fue “darle espacio al sector privado” para que participara en la actividad, superando la exclusiva presencia de las universidades tradicionales, que forman el actual Consejo de Rectores, carentes de motivaciones de rentabilidad financiera.
b) En su esencia, estuvo la creencia que el mercado de los servicios educacionales operaría con eficiencia y la competencia entre los agentes llevaría a elevar la calidad docente y a aranceles no abusivos. Esta mercantilización es la que ha mostrado ser ineficiente y generadora de serias desigualdades.
c) Otro aspecto esencial fue la valorización de la libertad educacional como prioritaria, de paso que la educación dejó de ser responsabilidad prioritaria del Estado, así como las regulaciones debieran ser mínimas.
Con esas bases ha funcionado hasta ahora, pero han ocurrido algunos hechos importantes en el período que conviene resaltar (aparte del lugar común que “Chile cambió”):
1) La masificación de la Educación Superior, a lo que se suma la presencia de la Educación Técnica, no contemplada en el esquema original.
2) El mercado de servicios educacionales ha funcionado con fallas demasiado serias, porque “es diferente al mercado de las papas” y, por lo tanto, requiere de regulaciones hoy inexistentes. Además, resultó ser poco competitivo, ya que la información que disponen “los clientes” es muy escasa y fuente de abusos. Las expectativas de los estudiantes están muy lejos de los resultados logrados.
3) La mercantilización que lo ha caracterizado ha generado un creciente repudio de la ciudadanía, simbolizada en “el lucro”.
4) Resulta nítida la ausencia del Estado como regulador de un mercado imperfecto. Un ejemplo es la apertura indiscriminada de instituciones, sedes y carreras sin orden ni concierto.
5) Hay áreas completas del quehacer que no fueron consideradas en la normativa original, pero que en la actualidad son esenciales, como los postgrados y la educación continua, así como el campo de la Ciencia y la Tecnología.
Las políticas reactivas han sido la consecuencia, porque la Educación Superior y la Ciencia y Tecnología no han sido discutidas como un tema de fondo en la sociedad chilena, por su importancia para superar la desigualdad y llegar a ser un país desarrollado. Han pasado ya cinco gobiernos en que el tema ha sido postergado para la próxima administración, pero las sucesivas crisis señalan que no se puede seguir esperando.
La discusión de un tema complejo y con variados intereses contrapuestos, requiere definir los objetivos centrales que debe buscar el país, con una visión de largo plazo y el papel que deben cumplir los diferentes agentes, incluido el Estado y, entonces determinar la institucionalidad requerida. Las políticas reactivas de los últimos años tienen su principal origen en la carencia de una visión integral de largo plazo.