Al igual que la mayoría de los rusos, Vladimir Putin no es fanático del fútbol, pero en 2009 decidió que Rusia debería competir para ser sede del Mundial de 2018. Ahora, cuando el sorteo para el torneo del próximo verano (boreal) se realice en Moscú, quizás estará deseando no haberlo hecho.
“El sentimiento general que veo en las autoridades es ‘terminemos esto pronto’”, dice Sven Daniel Wolfe, experto en políticas deportivas de la Universidad Lausanne.
Cuando Rusia comenzó a postularse para el torneo, era un país diferente. En 2011, volé a Moscú para la final de la Liga de Campeones de Chelsea contra el Manchester United. Cualquier persona que tuviera entradas para el partido podía entrar a Rusia sin una visa, por primera vez en la historia moderna. Atravesé rápidamente la aduana del renovado aeropuerto Domodedovo en minutos, con mucha más facilidad de lo que se entra a Estados Unidos. Los restaurantes de Moscú estaban llenos y esa semana el mercado bursátil ruso anotó un récord. El partido fue hermosamente organizado. El tipo en la habitación de hotel frente a la mía era un compinche de Putin: Sepp Blatter, presidente de la FIFA.
Dos meses después, Rusia llegó a la semifinal del Campeonato Europeo, generando las mayores celebraciones espontáneas callejeras en Moscú desde 1945. Semanas después, el Ejército de Rusia invadió Georgia. Occidente apenas se resistió. En marzo de 2009, la secretaria de Estado de EEUU, Hillary Clinton, dio a su par ruso un botón rojo simbólico, con la palabra “reset” en inglés y peregruzka en ruso (que en realidad no significa reinicio, sino sobrecarga). Putin debe haber imaginado que la Copa del Mundo de 2018 sería su versión de los Juegos Olímpicos de China en 2008: una fiesta de presentación para una potencia moderna, acaudalada y confiada.
Antes de que el Comité Ejecutivo de la FIFA decidiera quién sería el anfitrión del Mundial, Putin se reunió con cerca de seis de sus 22 miembros. El 2 de diciembre de 2010, la FIFA escogió a Rusia. Desde entonces, la imagen del país en Occidente se ha derrumbado, tras las guerras de su país en Ucrania y Siria, su mal momento económico, un escándalo de dopaje olímpico y la interferencia en las elecciones de EEUU. Siete de cada diez estadounidenses ven a Rusia desfavorablemente, la mayor proporción desde que Gallup comenzó a preguntar sobre el tema en 1989.
De todas maneras, EEUU –el país contra el cual Rusia se mide obsesivamente a sí misma, según Wolfe– ignorará en gran parte el Mundial, por no haber conseguido clasificar. Pocos televidentes europeos creerán en la presentación de Rusia. Los miles de periodistas invitados (seguramente el mayor contingente de prensa extranjera en haber pasado un mes en Rusia) probablemente realizarán la cobertura negativa que los rusos llaman zloradstvo (mal intencionada).
Mundial para los rusos
Presumiblemente, Rusia será anfitriona de una Copa del Mundo sin incidentes, pero ese logro no crea demasiado prestigio desde que incluso Sudáfrica, con Jacob Zuma, lo logró en 2010. Y aunque los países occidentales no boicoteen los Mundiales, pocos de sus políticos, patrocinadores y fanáticos asistirán.
Pero el público objetivo de Putin siempre son los rusos, no los extranjeros. “La Copa del Mundo es para decirle a los rusos ‘miren qué grandes somos’”, dice Manuel Veth, editor del sitio web Futbolgrad, que cubre a la ex URSS. Putin apunta a usar el deporte para lograr que los rusos adquieran estilos de vida más saludables, dice Constantin Gurdgiev, economista de Trinity College Dublin. La retirada gradual de la generación más vieja, asidua a la bebida, ayuda. También espera atraer a personas jóvenes que se han separado del Estado, añade Gurdgiev. Los rusos jóvenes de clase trabajadora, dice, siguen mayormente el fútbol doméstico, mientras los más educados prefieren a equipos extranjeros, pero ambos deberían disfrutar la fiesta del próximo verano.
Sin embargo, los rusos que más lo disfrutarán serán las personas de negocios bien conectadas que construyeron la infraestructura. El estadio de San Petersburgo por sí solo costó 44 mil millones de rublos (US$ 753 millones), siete veces más que la estimación original. Abrió nueve años más tarde y aún no está completamente terminado, a pesar del uso de trabajadores forzados de Corea del Norte. Putin necesita seguir enriqueciendo a sus amigotes. A cambio, podrá jactarse de nuevos y elegantes edificios, incluso en ciudades pobres como Volgograd y Kalinningrad, dice Sylvain Dufraisse de la Universidad de Nantes. Puede dramatizar sus credenciales de ley y orden al limpiar los estadios de los fanáticos rusos violentos, que desfiguraron la Euro 2016 en Francia. También puede pavonearse de que el espectáculo continuó pese a las sanciones occidentales.
Un público difícil
Pero puede que los rusos no se traguen su historia de construcción de una nación. Las redes sociales están llenas de quejas por los excesivos costos de los estadios, dice Olga Chepurnaya, una académica independiente. Esto es especialmente dañino debido a que la mitad de los rusos ahora se consideran pobres, según una encuesta reciente de la Escuela Superior de Economía de Moscú. Las personas quieren pan, no sólo juegos. Cuando la fiesta acabe, las quejas continuarán.
Y mientras Rusia estuvo en la cima del medallero en los Juegos Olímpicos de Sochi en 2014, su selección de fútbol, la Sbornaya, no tiene esperanzas. Su actual posición en el ranking de la FIFA es el número 65, la más baja de los 32 países del Mundial y la peor en su historia. Si el equipo falla, “los rusos de a pie estarán avergonzados”, dice Marc Bennetts, autor de Football Dynamo. El dopaje gana medallas olímpicas, pero probablemente no ayude mucho en un deporte táctico y basado en habilidades como el fútbol.
No es sorpresa que Putin mantenga su distancia de Sbornaya, mientras los medios rusos le bajan el perfil a la Copa del Mundo. No hay una equivalencia con la campaña mediática de “Una nación, un equipo” implementada para Sochi. “Probablemente las autoridades ya han perdido interés”, dice Chepurnaya. “Pero no pueden decir ‘oh, ya no queremos hacerlo’”.