Editorial

La violencia no cede en La Araucanía

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ace sólo dos semanas, otro editorial de este diario recalcaba que restablecer la paz en La Araucanía es una responsabilidad básica en la que el Estado de Chile está fallando. Desde entonces han continuado los atentados incendiarios casi cotidianos contra camiones, propiedades e incluso escuelas, entre otros, con su dolorosa secuela de pérdidas materiales, indefensión de las víctimas y miedo de la población en general.

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También hubo un cambio de gabinete que incluyó a un nuevo titular del Ministerio del Interior, cuyos antecesores bajo gobiernos de distinto signo siguieron todos un patrón similar en relación con el problema de la violencia en esa región: levantar grandes expectativas anunciando mesas de diálogo y medidas socioeconómicas, sólo para luego defraudarlas sin mostrar progreso real y cambiando el foco del Ejecutivo hacia otros áreas menos políticamente ingratas.

Los violentos incidentes de la semana pasada en cuatro de los cinco municipios de la zona que se encontraban tomados hace días —pidiendo beneficios carcelarios para el único condenado por el homicidio del matrimonio Luchsinger Mackay en 2013— son una prueba para el nuevo ministro de Interior. Este justamente visitó la región a pocos días de asumir para ilustrar la preocupación del Gobierno por el cariz crecientemente violento que están tomando las cosas en La Araucanía. Que dos patrullas militares fueran atacadas con armas de fuego durante la madrugada lo confirma de forma tan palmaria como alarmante. El nuevo gabinete tiene aquí un tremendo desafío, pero también una oportunidad.

Desde la oposición, algunos criticaron los desalojos —y los lamentables enfrentamientos entre habitantes de la zona— como un intento de "criminalizar" a los mapuche y como evidencia de "racismo". Resulta incomprensible, y condenable, que miembros del Congreso asemejen la imprescindible mantención del orden público con un sesgo discriminador del Estado hacia los chilenos de ascendencia mapuche, o que acusen de racistas a los ciudadanos que se rebelan contra las agresiones que sufren hace años. Esa actitud sólo legitima a los violentistas y dificulta que el Estado cumpla con su responsabilidad básica de mantener la paz.

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