Editorial

Desde el 18-O, el año más difícil

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ste domingo se cumplirá un año del llamado 18-O, día que marcó el inicio de una severa crisis de orden público y seguridad, que por primera vez en décadas vio un estado de emergencia y toque de queda para controlar numerosos e intensos focos de violencia urbana y acción delictual. Por orden del Gobierno, las FFAA salieron en apoyo de una policía sobrepasada por la masividad de los ataques y por la rapidez con que se expandieron a otras ciudades del país luego del brote inicial en Santiago.

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Las escenas de pérdidas humanas, de personas heri das por perdigones en los ojos, otras aceptando ser humilladas para no ser agredidas, y carabineros quemados, son, por desgracia, inolvidables. También lo son las imágenes de destrucción y violencia de las semanas que siguieron: comercios saqueados, edificios en llamas (empresas, colegios, iglesias, oficinas públicas) e infraestructura urbana vandalizada.

Hoy existe evidencia de que “estallido social” es una forma equivocada de referirse a lo sucedido. Las demandas y problemas que más tarde se señalaron como detonantes de la violencia —bajos sueldos, malas pensiones, desigualdad, salud pública deficiente— fueron más bien la explicación ex post facto de un quebrantamiento del orden público que se inició con las “evasiones” en el Metro de Santiago. Esos y otros problemas existen, son graves y afligen a muchas familias chilenas, pero lo cierto en que en su mayoría ya estaban al centro del debate nacional, incluso de la agenda del Gobierno, antes el 18-O.

Es claro que la falta de respuesta inicial a la toma violenta de estaciones del Metro creó un clima y abrió un espacio que fue rápidamente aprovechado por grupos con otro tipo de agendas, algunas político-ideológicas otras simplemente delictuales, generando situaciones de verdadera guerrilla urbana. Ello provocó víctimas inocentes, en un proceso de acelerada radicalización que desató una crisis política de proporciones.

El Gobierno, por diversos motivos, no supo contener la situación, mucho menos desactivarla. Eso sin duda agravó la crisis, pero la actitud obstruccionista y las demandas maximalistas de parte importante de la oposición lo hicieron aun más, al punto de que algunos —junto con negarse a condenar sin matices la violencia en las calles— llegaron a pedir la renuncia del Presidente de la República. En mayor o menor medida, los partidos políticos de todo el espectro fueron presa de ese clima y esa retórica.

En ese contexto se gestó un acuerdo político “por la paz” que aceptó, bajo presión, celebrar un plebiscito para reformar la Constitución, ignorando que muchos de los temas que se argumentaban como causa del “estallido” tienen poco o nada que ver con el texto constitucional. El peligro que encierra este proceso no está en cambiar la actual Constitución, sino en la falsa promesa de que una nueva será capaz de resolver los problemas y satisfacer las demandas de los chilenos.

Para nuestro país, la gran desgracia de 2020 es que las secuelas del 18-O se combinaron con el golpe de la pandemia. Ello propició una incertidumbre en la que, a nivel político, proliferaron las respuestas populistas y las malas ideas, con escasa reacción de los sectores moderados: desde el retiro anticipado de fondos en las AFP hasta pedirle al Banco Central que fije los sueldos de las autoridades o usar indiscriminadamente las acusaciones constitucionales como arma política en contra del Gobierno.

Estamos en un momento sumamente desafiante de nuestra historia económica y política. Chile ha experimentado retrocesos objetivos que será difícil resarcir, y todo indica que los desafíos seguirán creciendo en número y complejidad, no lo contrario. El año político que se avecina, que se inicia con el plebiscito del 25, será sin duda muy complejo y lleno de tensiones; ya hay señales de un rebrote de la violencia, que inexplicablemente el Estado y sus policías no son capaces de controlar. Esa amenaza lo pone todo en jaque.

No faltan razones para el pesimismo. Pero el motivo fundamental para el optimismo es que, exceptuando al coronavirus, resolver los graves problemas del país está en nuestras manos. El desafío que viene en adelante es para los ciudadanos, y para los líderes políticos que sepan entender y explicar que el futuro de Chile se hará construyendo sobre lo que tenemos —mejorando, corrigiendo, potenciando—, no destruyendo lo que juntos hemos logrado con décadas de duro trabajo.

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