Fernando Barros

El desafío de la prosperidad

Fernando Barros T. Abogado Consejero de SOFOFA

Por: Fernando Barros | Publicado: Miércoles 6 de diciembre de 2017 a las 04:00 hrs.
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En la contienda electoral de cara a la segunda vuelta presidencial, el candidato que obtuvo una amplia primera mayoría enfoca su mensaje en potenciar el crecimiento de la economía como principal opción para que los chilenos puedan acceder a mejores trabajos con ingresos superiores o, si lo desean, puedan optar por emprender en un ambiente de apoyo, tanto de las políticas públicas como de los agentes del Estado y de la sociedad toda.

El mensaje parece políticamente incorrecto cuando sectores de la sociedad, particularmente en la juventud más favorecida de sectores medios-altos y altos, muestran un divorcio entre lo que piden para sí, aun cuando digan que lo es para la sociedad, y la realidad, sumándose a los que, irresponsablemente, piden lo imposible.

Un sector importante se ha dejado seducir por cantos de sirena y se une al coro de los que piden gratuidad en la educación superior e innumerables otros “derechos” de los que pretenden ser titulares, por alguna gracia desconocida, pero no por méritos o esfuerzo personal que justifique que se les asigne parte importante de los recursos limitados con que cuenta el Estado.

Es arriesgado en estos tiempos para un candidato presidencial plantear que sus promesas no pueden -ni deben- incluir la posibilidad de que los chilenos alcancemos bienestar sin esfuerzo, jubilaciones sin ahorro, progreso sin sacrificio, y muchas otras formas de subsidios para los que no pertenecen a los sectores más necesitados.

La franqueza es propia de la valentía del estadista, que está dispuesto a arriesgar el voto incluso de quienes se suman a apoyarlo en la antesala de la gloria, reiterando que ni la victoria justifica acceder a posturas demagógicas.

La gratuidad no existe respecto de bienes o servicios que no están disponibles en la naturaleza y que deban ser proveídos por personas o instituciones que deben financiar a su vez su producción y generación. Así, en una sociedad en la que hay múltiples necesidades, como ocurre con los niños, los ancianos, los discapacitados, los que viven aislados geográfica o culturalmente y muchos otros verdaderos necesitados que no tienen voz y fuerza en la calle, es injusto el que se privilegie a aquellos que, por ignorancia o egoísmo, exigen que el Estado coloque esa parte del esfuerzo que ellos no están dispuestos a desplegar para alcanzar su beneficio particular, con el único fundamento de su capacidad de presión colectiva y la fuerza de su voto.

En 2014 pasamos de un gobierno moderno, eficiente, que generó riqueza y oportunidades para todos, al punto que nunca Chile había estado más cerca de salir del subdesarrollo y alcanzar el anhelado sueño de dejar atrás el tercer mundo, a la “venezuelización” del país en que nos llenamos de expresiones de mucho significado como dignidad, inclusión, igualdad, nuestra casa, asamblea constituyente, cabildos participativos, etc., pero que solo pretenden esconder la enorme caída en la dignidad y calidad de vida de las personas.

Todos los indicadores comprueban que Chile ha tenido uno de los peores gobiernos de su historia, superando solo el récord de tres años continuos de caída de la inversión que ostentaba la UP, época en la que también se escondía el fracaso con el manoseado eslogan de la igualdad y dignidad. Esa palabrería vacía sólo puede entenderse cuando los gobernantes se mofan de su pueblo y lo asumen ignorante e infantil, creyendo que caerán en el engaño cuando día a día ven como los empleos estables y formales creados en el gobierno anterior del hoy candidato Sebastián Piñera, son destruidos y reemplazados por decenas de miles de empleados públicos, por vínculos políticos o pitutos, o la mofa del “empleo por cuenta propia”, como hoy se denomina a los vendedores ambulantes y malabaristas de las esquinas de nuestras ciudades, nuevo símbolo de la dignidad socialista.

Chile tiene la posibilidad de enmendar rumbo y construir un país que progrese, pero ello supone aceptar que el maná no cae del cielo y que el éxito solo se puede alcanzar con trabajo arduo y sostenido en el tiempo. Las promesas de regalar lo ajeno, de meter la mano al bolsillo de unos para que sea el Estado quien lo gaste, y de alcanzar el éxito sin esfuerzo, necesariamente terminan en más pobreza y postergación de los más desfavorecidos.

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