Claudio Alvarado

Tribunal Constitucional y judicialización

Claudio Alvarado Director ejecutivo IES

Por: Claudio Alvarado | Publicado: Miércoles 27 de febrero de 2019 a las 04:00 hrs.
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En las últimas semanas volvió a reflotar la polémica sobre el papel que cumple el Tribunal Constitucional (TC) en nuestro país. Es previsible que este debate aumente durante los próximos meses, pues a fines de enero la Cámara de Diputados llegó a un acuerdo con La Moneda para facilitar la tramitación de los proyectos de ley que apuntan a reformar esta entidad. En tal escenario, diversas voces ya han expresado su escepticismo ante eventuales cambios al funcionamiento o estructura del TC.

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En principio, esas dudas son comprensibles: este debate suele estar plagado de imprecisiones y caricaturas. Así, hay quienes afirman que el TC sería un mero legado de la dictadura, olvidando que fue creado por Eduardo Frei Montalva, que Salvador Allende acudió a él con entusiasmo, y que su configuración actual es fruto de la última gran reforma a la Constitución, ocurrida en 2005 bajo el mandato de Ricardo Lagos.

Otros señalan que se trata de una institución servil al oficialismo, pero lo cierto es que desde el retorno a la democracia derecha e izquierda han recurrido al TC en forma equivalente, ambos con resultados favorables y adversos. Algunos, en fin, basan sus objeciones en una visión estrecha de la democracia representativa, que mira con recelo todo límite al legislador. Sin embargo, los límites al poder político, incluido el legislador, son inherentes al régimen republicano. Luego, ellos deben ser discutidos en concreto y no descartados a priori.

No es fortuito que un número significativo de las democracias que consideramos avanzadas bajo cualquier parámetro cuenten con tribunales constitucionales o entidades semejantes.

Ahora bien, nada de lo anterior debiera impedirnos reflexionar con serenidad sobre el rol del TC. Incluso los más escépticos de toda reforma deberían ser conscientes de que ésta es, en algún sentido, inevitable. Guste o no, esta institución ha sido severamente cuestionada en la opinión pública, por lo que conviene enfrentar este escenario de manera propositiva, antes de que sea inviable arribar a una salida pactada. Además, hay una serie de aspectos puntuales en los que resulta bastante factible acordar modificaciones. Entre otros, contar con un número impar de ministros, lo que haría innecesario el discutido “voto dirimente” de su presidente, e incorporar mayores exigencias al sistema de nombramiento de sus integrantes (audiencias públicas para todas las designaciones y no sólo para algunas, por ejemplo).

Pero eso no es todo: hay asuntos más profundos en juego. Durante los últimos meses hemos conocido varios casos de jueces –ministros de las altas cortes– que han ordenado la entrega de ciertos medicamentos, con cargo a las arcas fiscales, ignorando lo que dicen las leyes vigentes al respecto. Quienes critican este fenómeno, que bien podríamos llamar judicialización de la política, suelen reivindicar las competencias y legitimidad del legislador a la hora de adoptar decisiones sobre políticas públicas: sería la ley, y no los jueces, la llamada a zanjar esta materia.

El punto es que muchos de esos críticos son los mismos que defienden a rajatabla el diseño actual del TC. Una reivindicación consistente de la sede propiamente política –Ejecutivo y Congreso– debiera apuntar a un margen de acción más amplio para el legislador, y relativamente acotado para los tribunales constitucionales. De lo contrario, se estaría favoreciendo la misma judicialización que se dice criticar.

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