Claudio Alvarado

Ni anarquía ni incivilidad

Claudio Alvarado R. Director ejecutivo IES

Por: Claudio Alvarado | Publicado: Miércoles 25 de marzo de 2020 a las 04:00 hrs.
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El conjunto de fenómenos que vivió el país desde el pasado 18 de octubre manifestó una crisis de legitimidad (nula credibilidad de casi todas las instituciones) y de representación (una progresiva desconexión entre política y sociedad).

Pero había algo adicional. El estallido social, con sus protestas pacíficas y violentas, reveló una severa crisis de autoridad. Su aspecto más visible, desde luego, fue el incumplimiento del Estado chileno de sus funciones más básicas. Éste no logró anticipar el brutal ataque al Metro de Santiago ni tampoco, con el pasar de los meses, garantizar una dosis mínima de orden público con pleno respeto a los derechos fundamentales.

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Pero hoy, mal que nos pese, el Estado vuelve por sus fueros.

Tuvo que llegar una pandemia para que moros y cristianos recordáramos algunas lecciones elementales. Por un lado, ya que la unanimidad es prácticamente imposible en los asuntos humanos, no hay vida social sustentable sin una autoridad pública digna de ese nombre. No se trata de un mero capricho del “partido del orden” ni de nostalgias pseudo-autoritarias (aunque no falta quien decide ignorar los graves atentados del régimen chino contra las libertades civiles). Ocurre que los problemas de coordinación inherentes a las actividades humanas exigen determinados responsables de gestionar las diversas dimensiones del bien público. Y tal como constatamos con crudeza en los últimos días, todo ello es aún más notorio en momentos críticos.

Por otro lado, en el mundo contemporáneo esa autoridad pública aún encuentra su cúspide en el aparato estatal. Más allá de sus indudables defectos y limitaciones, fuera de los Estados nacionales no existen organismos que ofrezcan un marco de acción colectiva (y democrática) acorde a la condición política del hombre. Es decir, un marco que favorezca la pertenencia, la solidaridad y la unidad de mando que se requieren para enfrentar desafíos como los que genera precisamente el Covid-19. Todos los intentos supraestatales vigentes hasta la fecha cuentan con entramados jurídicos y económicos más o menos valiosos o pertinentes según el caso, pero incapaces de vincular la vida personal con una comunidad política propiamente tal. Es muy pronto para saber si Europa está pagando los costos de olvidar esa realidad aprendida en su propio seno, pero hasta ahora nada permite suponer que Bruselas haya sido de particular ayuda ante el drama que viven las naciones europeas.

Con todo, la crisis sanitaria no sólo ha puesto sobre la mesa la imperiosa necesidad de autoridades robustas. Diversas tradiciones de pensamiento coinciden en que tal autoridad, así como imprescindible, es esencialmente limitada. Nuestra crisis sanitaria ha vuelto a confirmarlo. Basta pensar en quienes viajaron al litoral central pese a toda clase de advertencias en contrario. A fin de cuentas, la autoridad no debe ni puede reemplazar ciertas disposiciones morales, ni tampoco los variados bienes económicos, culturales y de todo tipo que generan las personas libremente organizadas. En términos simples, no hay cuarentena ni toque de queda que sustituya al autogobierno personal: el autogobierno colectivo refleja esa cualidad y, en último término, depende de ella.

Es una paradoja tan curiosa como triste que muchos de quienes subrayan –con razón– que el principal motor de la vida social no es el Estado resulten, sin embargo, incapaces de practicar la responsabilidad que supone la reivindicación de la sociedad civil.

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